miércoles, 15 de junio de 2011

Artículo de Muñoz Molina

Hora de despertar

He pensado desde hace muchos años, y lo he escrito de vez en cuando,
que España vivía en un estado de irrealidad parcial, incluso de
delirio, sobre todo en la esfera pública, pero no solo en ella. Un
delirio inducido por la clase política, alimentado por los medios,
consentido por la ciudadanía, que aceptaba sin mucha dificultad la
irrelevancia a cambio del halago, casi siempre de tipo identitario o
festivo, o una mezcla de los dos. La broma empezó en los ochenta,
cuando de la noche a la mañana nos hicimos modernos y amnésicos y el
gobierno nos decía que España estaba de moda en el mundo, y Tierno
Galván -¡Tierno Galván!- empezó la demagogia del político campechano y
majete proclamando en las fiestas de San Isidro de Madrid aquello de
"¡ El que no esté colocao que se coloque, y al loro!" Tierno Galván,
que miró sonriente para otro lado, siendo alcalde, cuando un concejal
le trajo pruebas de los primeros indicios de la infección que no ha
dejado de agravarse con los años, la corrupción municipal que volvía
cómplices a empresarios y a políticos.
Por un azar de la vida me encontré en la Expo de Sevilla en 1992 la
noche de su clausura: en una terraza de no sé qué pabellón, entre una
multitud de políticos y prebostes de diversa índole que comían gratis
jamón de pata negra mientras estallaban en el horizonte los fuegos
artificiales de la clausura. Era un símbolo tan demasiado evidente que
ni siquiera servía para hacer literatura. Era la época de los grandes
acontecimientos y no de los pequeños logros diarios, del despliegue
obsceno de lujo y no de administración austera y rigurosa, de
entusiasmo obligatorio. Llevar la contraria te convertía en algo peor
que un reaccionario: en un malasombra. En esos años yo escribía una
columna semanal en El País de Andalucía, cuando lo dirigía mi querida
Soledad Gallego, a quien tuve la alegría grande de encontrar en Buenos
Aires la semana pasada. Escribía denunciando el folklorismo
obligatorio, el narcisismo de la identidad, el abandono de la
enseñanza pública, el disparate de un televisión pagada con el dinero
de todos en la que aparecían con frecuencia adivinos y brujas, la
manía de los grandes gestos, las inauguraciones, las conmemoraciones,
el despilfarro en lo superfluo y la mezquindad en lo necesario.
Recuerdo un artículo en el que ironizaba sobre un curso de espíritu
rociero para maestros que organizó ese año la Junta de Andalucía: hubo
quien escribió al periódico llamándome traidor a mi tierra; hubo una
carta colectiva de no sé cuantos ofendidos por mi artículo, entre
ellos, por cierto, un obispo. Recuerdo un concejal que me acusaba de
"criminalizar a los jóvenes" por sugerir que tal vez el fomento del
alcoholismo colectivo no debiera estar entre las prioridades de una
institución pública, después de una fiesta de la Cruz en Granada que
duró más de una semana y que dejó media ciudad anegada en basuras.
El orgullo vacuo del ser ha dejado en segundo plano la dificultad y la
satisfacción del hacer. Es algo que viene de antiguo, concretamente de
la época de la Contrarreforma, cuando lo importante en la España
inquisitorial consistía en mostrar que se era algo, a machamartillo,
sin mezcla, sin sombra de duda; mostrar, sobre todo, que no se era:
que no se era judío, o morisco, o hereje. Que esa obcecación en la
pureza de sangre convertida en identidad colectiva haya sido la base
de una gran parte de los discursos políticos ha sido para mí una de
las grandes sorpresas de la democracia en España. Ser andaluz, ser
vasco, ser canario, ser de donde sea, ser lo que sea, de nacimiento,
para siempre, sin fisuras: ser de izquierdas, ser de derechas, ser
católico, ser del Madrid, ser gay, ser de la cofradía de la Macarena,
ser machote, ser joven. La omipresencia del ser cortocircuita de
antemano cualquier debate: me critiacan no porque soy corrupto, sino
porque soy valenciano; si dices algo en contra de mí no es porque
tengas argumentos, sino porque eres de izquierdas, o porque eres de
derechas, o porque eres de fuera; quien denuncia el maltrato de un
animal en una fiesta bárbara está ofendiendo a los extremeños, o a los
de Zamora,o de donde sea; si te parece mal que el gobierno de Galicia
gaste no sé cuántos miles de millones de euros en un edificio
faraónico es que eres un rojo; si te escandalizas de que España gaste
más de 20 millones de euros en la célebre cúpula de Barceló en Ginebra
es que eres de derechas, o que estás en contra del arte moderno; si te
alarman los informes reiterados sobre el fracaso escolar en España es
que tiene nostalgia de la educación franquista.
He visto a alcaldes y a autoridades autonómicas españolas de todos los
colores tirar cantidades inmensas de dinero público viniendo a Nueva
York en presuntos viajes promocionales que solo tienen eco en los
informativos de sus comarcas, municipios o comunidades respectivas, ya
que en el séquito suelen o solían venir periodistas, jefes de prensa,
hasta sindicalistas. Los he visto alquilar uno de los salones más
caros del Waldorf Astoria para "presentar" un premio de poesía.
Presentar no se sabe a quién, porque entre el público solo estaban
ellos, sus familiares más próximos y unos cuantos españoles de los que
viven aquí. Cuando era director del Cervantes el jefe de protocolo de
un jerarca autonómico me llamó para exigirme que saliera a recibir a
su señoría a la puerta del edificio cuando él llegara en el coche
oficial. Preferí esperarlo en el patio, que se estaba más fresco.
Entró rodeado por un séquito que atascaba los pasillos del centro y
cuando yo empezaba a explicarle algo tuvo a bien ponerse a hablar por
el móvil y dejarnos a todos, al séquito y a mí, esperando durante
varios minutos. "Era Plácido", dijo, "que viene a sumarse a nuestro
proyecto". El proyecto en cuestión calculo que tardará un siglo en
terminar de pagarse.
Lo que yo me preguntaba, y lo que preguntaba cada vez que veía a un
economista, era cómo un país de mediana importancia podía permitirse
tantos lujos. Y me preguntaba y me pregunto por qué la ciudadanía ha
aceptado con tanta indiferencia tantos abusos, durante tanto tiempo.
Por eso creo que el despertar forzoso al que parece que al fin estamos
llegando ha de tener una parte de rebeldía práctica y otra de
autocrítica. Rebeldía práctica para ponernos de acuerdo en hacer
juntos un cierto número de cosas y no solo para enfatizar lo que ya
somos, o lo que nos han dicho o imaginamos que somos: que haya listas
abiertas y limitación de mandatos, que la administración sea austera,
profesional y transparente, que se prescinda de lo superfluo para
salvar lo imprescindible en los tiempos que vienen, que se debata con
claridad el modelo educativo y el modelo productivo que nuestro país
necesita para ser viable y para ser justo, que las mejoras graduales y
en profundidad surgidas del consenso democrático estén siempre por
encima de los gestos enfáticos, de los centenarios y los monumentos
firmados por vedettes internacionales de la arquitectura.
Y autocrítica, insisto, para no ceder más al halago, para reflexionar
sobre lo que cada uno puede hacer en su propio ámbito y quizás no hace
con el empeño con que debiera: el profesor enseñar, el estudiante
estudiar haciéndose responsable del privilegio que es la educación
pública, el tan solo un poco enfermo no presentarse en urgencias, el
periodista comprobando un dato o un nombre por segunda vez antes de
escribirlos, el padre o la madre responsabilizándose de los buenos
modales de su hijo, cada uno a lo suyo, en lo suyo, por fin ciudadanos
y adultos, no adolescentes perpetuos, entre el letargo y la queja,
miembros de una comunidad política sólida y abierta y no de una tribu
ancestral: ciudadanos justos y benéficos, como decía tan cándidamente,
tan conmovedoramente, la Constitución de 1812, trabajadores de todas
clases, como decía la de 1931.
Lo más raro es que el espejismo haya durado tanto.
ANTONIO MUÑOZ MOLINA

No hay comentarios: